
No sé si lo había olvidado pero hoy las circunstancias me volvieron a rectificar que soy pueblo, y que vivo en una sociedad de clases y de castas. Vivir en la Ciudad de México te ayuda a olvidar ese detalle, debido a que por la dinámica de la Ciudad interactúas con todo tipo de gente.
Vivir en provincia es más difícil, porque ahí en todo momento te están rectificando a dónde perteneces, te lo recuerdan con el trato; por eso los que quieren dejar de ser marginados se esfuerzan en gastar todo lo que ganan, en productos que les den otra identidad de clase. En provincia, tú no tienes apellido sino tienes dinero. Ahí, las mujeres de tez morena, se esfuerzan en blanquear su piel. Y bueno, eso lo recuerdo ahora por un incidente menor, que creo que no tiene importancia, pero que me sensibilizó la memoria.
Fui a ver un amigo para dejarle algunas cosas que me había encargado, después de esperarlo un buen rato, pasó caminando junto con uno de sus cuates; un tipo alto, bien vestido, de tez blanca y ojos claros, muy delgado; y mi amigo que siempre me había tratado de manera empática y amable, me ignoró, se avergonzó de mí. En un primer momento hizo como que no me vio, pero como yo había ido a dejarle algunas cosas tuve que hablarle, volteó y sin presentarme con su cuate, recogió lo que le tenía que dar y sin muchos aspavientes dijo que tenía prisa, así que partió rápido. Me quedé bajo la lluvia viéndolo partir. Sé que se dio cuenta de mis sentimientos, por lo que volvió a voltear y agitó su mano acompañado de una gran sonrisa, como una manera de rectificar su comportamiento.
Partió y se fue con su cuate. Me quedé con un sentimiento indefinido que al paso de los segundo se fue transformando en una sensación generalizada de fragilidad. Sí, me sentí frágil. Luego vi mi celular en mi mano y me vino una sensación de vértigo y apabullamiento; puras contradicciones. Observé el piso y noté mis zapatos baratos. Levanté la cara hacia la lluvia y me dije en voz alta, “tengo estudios universitarios, he leído más libros que cualquier persona que conozca, tengo una novela, un libro de poemas, ciento cincuenta acuarelas de paisajes y seres imaginarios, he enseñado a nivel universitarios, estoy realizando una especialidad en Diseño, sé hacer y coser ropa a máquina, leo en inglés y francés, he dado un discurso ante un auditorios de más de mil personas…” La lluvia apagó mi discurso.
Tuve un amigo que se hizo un reconocido escritor, o más bien dramaturgo, que cuando vivía siempre me decía “Chingao, soy jodido”; yo lo reprimía diciéndole que no era necesario que gritara eso a los cuatro vientos; él me reclamaba, “Seguimos siendo lo que somos aunque te codees con Alí Chumacero, Monsivaís o Carlos Montemayor; acéptalo, somos jodido”. Hace dos años se suicidó, y bueno nada tuvo que ver el hecho de que era jodido o no, porque de jodidos a jodidos, yo siempre he estado más limitado económicamente. Lo recordé en ese momento porque siempre me mantuvo con los pies en la tierra, y creo que fue un buen recuerdo, mientras observaba cómo mi amigo, al que le hice el favor de llevarle sus cosas, avanzaba delante de mí, con prisa por dejar mi presencia a sus espaldas.
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